24.6.04

CANSANCIO MORAL

Por Luis Alberto Lecuna


Si de niños nos educan en los valores humanos positivos, la honestidad, la ética, el respeto por la ley, el cuidado del patrimonio común (las cosas y espacios públicos), es de esperar que en la vida adulta, como ciudadanos respetuosos de la ley y las buenas costumbres, podremos vivir en una sociedad acorde con esos valores.

Eso no es precisamente lo que ha pasado en Argentina, y entender, medir y aceptar la magnitud del fracaso nacional es algo que sorprendentemente, una inmensa mayoría de propios y ajenos, no alcanza a asumir.

En mi paso por la Medicina, me ocurrió con bastante frecuencia el caso de quien ante el dolor de su implicancia, no quiere reconocer la realidad. Recuerdo vivamente a un padre que se enfureció conmigo cuando le expliqué de la manera más afectuosa que su hijo tenía el síndrome de Down, negándome rotundamente algo asaz evidente. O cuando un colega me comentó que había ido a verlo una paciente mía con una típica psoriasis, para “que le diera un diagnóstico distinto”-porque según ella- yo “estaba equivocado”.

Todos sabemos que la Argentina que conocemos, más allá de los patriotas pretéritos, los sarmientos, alberdis y sanmartines, fue fundada a partir de las inmigraciones extranjeras, en particular la de europeos de todo tipo, con predominancia de italianos y españoles. La inmensa mayoría de esa gente laboriosa vino para quedarse, y tenía en su conjunto, no obstante su mediana o escasa instrucción, una cultura ancestral y superlativa: la cultura del trabajo y del esfuerzo, además de la valentía y decisión de dejar atrás su casa, su historia y fundar una familia, una sociedad, un país.

Esa Argentina promisoria, la que pudo ser una nación de la jerarquía de las hoy más desarrolladas, es a la luz del nuevo siglo una patética imagen del fracaso total. Un fracaso que implica vidas consumidas, proyectos destruidos, esfuerzos malogrados, ilusiones dilapidadas de tantos inmigrantes y su descendencia, enfermedades y muertes que hubieran sido evitables, desazón y escepticismo para los que los que aún viven o sobreviven en la gran Deudora del Sud: deudora económica y deudora moral.

Porque entendámoslo bien. Si solamente se pagara lo que pretende el Dr. K, es decir sólo una cuarta parte de la deuda, se necesitaría un cuarto de siglo de trabajo fecundo, con un importante superávit anual en la balanza comercial. O sea que por lo menos, tenemos veinticinco años de espera para tener el standard de vida de digamos... España.

Para que se haya hecho lo que se ha hecho, para rifar el país, para quedarse el pueblo sin nada y unos pocos con los pingües ingresos que genera la corrupción, sólo fue necesario algo muy evidente: que la ley fuera amordazada, que la justicia no ejerciera su imprescindible acción ejemplarizadora. Porque la otra cara de los ex presidentes incompetentes y/o corruptos, de los sindicalistas multimillonarios, de los empresarios mafiosos, de los legisladores y demás funcionarios públicos coimeros, es la cara de esta realidad shockeante: un país fundido, sin ninguno de sus bienes fundamentales en su poder (todo se privatizó, se privatizó mal, y no se ejerció el control del Estado sobre los bienes y servicios privatizados), con casi la mitad de la población en estado de pobreza física e intelectual, y con más de once millones de personas en situación de indigencia y emergencia social (hambre y desnutrición, falta de instrucción elemental), creando esto un caldo de cultivo ideal para situaciones que derivan en la creciente inseguridad pública y en la degradación sociocultural que no frenan desde luego los planes “trabajar”, irónico nombre para una dádiva que no genera ni trabajo genuino ni promueve la dignidad humana, pero sí el clientelismo político, tan necesario para que sigan los mismos de siempre, esos abyectos profesionales “de la política para beneficio propio” aferrados al poder, mayor o menormente maquillados con nuevos afeites, como para presumir de distintos.

Estos señores con nombre y apellido, estos señores y señoras adinerados con el dinero de la gente honesta que paga sus impuestos y con el dinero de los malvendidos bienes del país, son los responsables directos de la inseguridad en que se vive, de los proyectos de vida destruidos, de las familias desmembradas, de la deuda externa e interna, de los secuestros extorsivos, de la prostitución infantil, de las violaciones, de todas las formas de degradación social, de la proliferación del uso de estupefacientes y sus consecuencias colaterales, de los cerebros limados de tanta juventud, de la falta de calidad educativa que hace que se entronice la ignorancia y la mediocridad al son de la cumbia villera y los “pibes chorros”, de las muertes de innumerables personas (por enfermedad, por falta de medicamentos, por falta de atención médica, o por causa de hechos de violencia de todo tipo), y del coletazo de su accionar inmoral como gobernantes o como empresarios o como sindicalistas, o como representantes de sectores del quehacer nacional.

Y este coletazo, es el que implicará esta pérdida de al menos dos generaciones de argentinos, argentinos de la pobreza extrema, de sistemas neuronales deteriorados o por el alcohol, o por las drogas o por la falta de alimentación adecuada, a los que hay que sumar algebraicamente, con signo negativo, a otros miles de argentinos honestos, laboriosos y capacitados que dejaron su patria y se fueron a integrar las huestes de los países del primer mundo: un valiosísimo capital intelectual perdido para el país posible, y que es imposible de ponderar, por su valor en sí, y por el efecto transformador que su accionar constante hubiera significado para la construcción de un país que desde hace ya demasiadas décadas, se viene destruyendo.

En esta Argentina corrupta y sin justicia ejemplarizante, los que llevan las de perder son los honestos: los que respetan la ley, los que pagan sus impuestos, los que pagaron hace años el “ahorro forzoso”, los que apostaron al peso argentino porque según un idiota de turno “el que apostaba al dólar perdía”, los que trabajan decentemente, los pequeños y medianos empresarios que tienen a todos sus empleados en blanco, los que cruzan las calles por las esquinas, los que levantan en las plazas la caca de su perros, los que tienen sus papeles en regla, los que destinan su patrimonio a la educación y a la cultura, los dueños de los más de ochenta colegios que desaparecieron en Buenos Aires en los últimos seis años, los que vieron que la “inamovible” ley de la convertibilidad se esfumó y vieron disminuir por decreto su patrimonio a un tercio del valor, los que depositaron sus ahorros en el corralito y el corralón y fueron literalmente robados, los que confiaron en el presidente de turno, los que confiaron en el radicalismo, los que confiaron en el peronismo, los que confiaron en el cavallismo, los que confiaron.

Los honestos no terminan de entender que si todo el sistema no es honesto, siempre llevarán las de perder. Porque hay “otra” Argentina, la de los vivillos, la de los oportunistas, la de los que lamentablemente se cansaron de ser honestos porque siempre llevaron las de perder, la de los corruptos enquistados en el poder, que se mantienen y consolidan gracias a las exacciones que le hacen al país de los honestos.

Unos se cansan de las injusticias, del maltrato, de la falta de responsabilidad social, de la falta de un desarrollo sustentable, de un plan estratégico que piense la Argentina de los próximos veinte años, y transforman en círculo la recta unidireccional que trazaron sus abuelos extranjeros, yéndose del país, y creando en su mente para sustentar su añoranza, un país ideal que en la realidad no se concretó. Rescatan lo bueno: la música, las costumbres, las comidas, el concepto de esa “argentinidad” maravillosa nutrida de amistad sincera y “gauchadas”, y la esperanza ilusa de que alguna vez las cosas van a cambiar en el país que dejaron y que siempre llevan en su corazón.

La capacidad de aprendizaje es escasa. Muy lentamente se va aprendiendo. Y aunque se repiten los apoyos masivos al presidente de turno (Kirchner, de la nada, consiguió el consenso que inicialmente tuvieron por ejemplo, Alfonsín y Menem), una cada vez más sabia y mayor porción de los argentinos que se quedaron, tienen hacia el primer mandatario, un “apoyo crítico”, y no incondicional como en el pasado reciente.
No creo en los mesías salvíficos, en los líderes iluminados que sacarán al pueblo del estado de ignominia en que lo dejaron los líderes iluminados anteriores, esos que “no nos iban a defraudar”. En esto, tengo que coincidir con el que pudo, pero tampoco lo logró: “Sólo el pueblo salvará al pueblo”.

Ser optimista a ultranza está claro que no es bueno. Como tampoco lo es ser inveteradamente escépticos o peor aún, decididamente pesimistas. Pero en este cansancio moral de los honestos, se ve reflejada la cruda realidad del país que no fue. Lo que también queda claro es que el día que las cárceles estén llenas de corruptos, y sus dineros mal habidos vuelvan transformados en más cultura y más educación y fuentes de trabajo, los honestos recién ahí, y solamente ahí, van a empezar a creer que hacer las cosas bien, a la larga da resultados.