24.6.04

CAMBIAR O MORIR

Por Luis Alberto Lecuna

Mi entrañable amigo Gabriel, un mexicano que por mérito propio ejerce una importante función en una compañía tecnológica de California, vino de luna de miel a Buenos Aires. El y su bella esposa estadounidense estaban maravillados por lo que veían: una ciudad impactante, majestuosa, de hermosos y sólidos edificios que en nada envidia a otras soberbias capitales del viejo mundo. Gabriel se había criado en su Tijuana natal al arrullo de los tangos que su padre le tarareaba, y entendí que la mítica figura de Gardel era un motivo más para aditarle magia a su viaje tan especial por estas tierras.

Dejando mis ocupaciones, pude con satisfacción dedicarles un día como "guía turístico", y salimos muy temprano a recorrer la ciudad. Desde el barrio de Belgrano pasando por el museo Sarmiento que fuera sede del gobierno nacional, hasta los cada vez más escasos bosques de Palermo, el Museo de Bellas Artes, el Palais de Glace, la Recoleta, la Avenida 9 de Julio, la Avenida y la Plaza de Mayo, un café, un jugo y un tostado en el mítico Tortoni, San Telmo, La Boca y su templo, la Plaza de los dos Congresos, el edificio de Obras Sanitarias, incluído un viaje en Tren de la Costa hasta la estación San Isidro y su iglesia... ¿Qué otra cosa podía mostrarles como argentino orgulloso de la ciudad capital y sus alrededores? Pensé convencido que la impresión de ellos sería sin dudas magnífica, en el conocimiento de que luego de visitar Buenos Aires, continuarían su periplo de recién casados por San Carlos de Bariloche y quizás el glaciar P. Moreno. Cartón lleno, pensé.

Pero una ilimitada concatenación de hechos lamentablemente cotidianos para nosotros, llamó poderosamente la atención de los viajeros, habituados al rigor y orden anglosajón. La enumeración de imágenes y actitudes puede resultar anárquica, pero de todas formas ayudarán a entender la perplejidad de mis amigos: primero se percataron de que ningún automovilista utilizaba el cinturón de seguridad. Tampoco los motociclistas usaban sus cascos, los que en muchos casos, "protegían" uno de los codos del conductor. En el lento transitar por Belgrano, dos hechos desaprensivos: los escatológicos dueños de perros que sacaban a hacer sus necesidades en las veredas, silbando bajito y mirando para otro lado, y los porteros de los edificios (desconocedores de la escoba), que limpiaban las aceras a fuerza de hectolitros y hectolitros de agua que derrochaban desde sus generosas mangueras.

Otros hechos significativos para ellos: descubrir que los semáforos eran básicamente unos interesantes elementos decorativos, que las calles pueden ser utilizadas como divertidas autopistas donde la consigna es pasarse de carril sin avisar y que de ninguna manera para doblar hay que utilizar en Buenos Aires las luces de giro.
Otro detalle destacable fue el convencerse de la pulcritud de los conductores porteños. No es dificil presuponer que el interior de sus automóviles está de punta en blanco, a juzgar por los papeles, colillas de cigarrillos, latas de gaseosas y paquetes de cigarrillo vacíos que arrojaban desde sus automóviles a la calle.

También habrán entendido que las líneas de cebra de las esquinas porteñas no son para que crucen los transeúntes porque lo usual era hacerlo por la mitad de cuadra. De todas maneras, los que "equivocadamente" decidían cruzar en las esquinas, debían esperar el paso de los automovilistas, que al menos en Argentina, evidentemente son los que tienen prioridad de paso.

Un detalle sutil: sabedor de que siempre hay alguien que cruza los obsoletos pasos a nivel del tren aún con la barrera baja, un agazapado policía se entretenía con devoción en hacerle la boleta a quienes así lo hacían, en vez de estar cerca de la barrera y a la vista de todos, para persuadir a los conductores de que desdeñaran esa conducta transgresora y hasta suicida. Está claro, de esta otra manera no ingresarían dineros para las exhaustas arcas de la repartición. Y aparentemente la tarea no es educar sino sancionar.

Visto todo desde esta perspectiva, hasta parece maravilloso que la ciudad y el país pudieran funcionar. ¿Pero realmente "funcionan"? ¿Y porqué allá, en el norte, en el primer mundo, las cosas sí funcionan? ¿Tienen más y mejores leyes? De ninguna manera. Es más, quizás tienen menos, tan claras y precisas como las nuestras, sólo que allí las respetan.

Son ordenados. Son metódicos. Son sistemáticos. El respeto por la ley y los reglamentos forma parte de su educación, de su esencia, y si no cumplen, saben que deberán afrontar todo el rigor de la justicia. Están acostumbrados a vivir en un mundo organizado, y por ello no les es difícil ser puntuales, respetar el derecho de los demás, amar el trabajo, tener una solidaria conciencia comunitaria.

Hace unos años, fui durante un mes a hacer un curso de capacitación a Massachussets, y me alojé en una casa de familia en las afueras de Harvard. Allí ví y entendí los postulados básicos de una familia tipo: orden, esfuerzo, honradez, responsabilidad, organización, deseo de superación, respeto por los horarios, limpieza, ética en procederes y actitudes, método para cada cosa, sistematización de actividades, capacitación continua, amor por el país.

Cada uno tenía en su placard un canasto de mimbre donde debía colocar la ropa sucia, y el día sábado había un horario para cada que uno se la lavara, secara y planchara. Una vez por semana cada uno hacía la comida para el resto, y cada uno tenía su día para lavar los platos (incluidos los chicos). La comparación era inevitable, al pensar sobre la manera en que muchos argentinos educan a sus hijos, alejándolos de todo esfuerzo y responsabilidad, y retardando por ello indefinidamente su maduración.

Me llamó la atención lo que interpreté como "frialdad anglosajona" para los afectos. Nunca ví a los padres abrazar o besar a sus hijos de 13 y 15 años, ninguna demostración de cariño al "uso nostro". Pero por otro lado, sí observé con sana envidia que tienen desarrollado el concepto de "familia grande", de "gran familia nacional", homologados y confundidos todos en uno solo al amparo de sus símbolos patrios.

Recuerdo ahora una visita a Disneyworld, en la que presencié sobre un lago artificial en horas de la noche un sorprendente espectáculo de sonido, imágenes de rayos láser y aguas danzantes, que se inició con el himno nacional de los americanos. De pronto, la multitud se puso de pie, colocó su mano derecha sobre el corazón, y cantó a coro y a viva voz, con unción y respeto, las estrofas: "Tis the star-spangled banner! Oh long may it wave / O'er the land of the free and the home of the brave." (Aún allí desplegó su hermosura estrellada, / Sobre tierra de libres, la bandera sagrada!) negros, blancos, amarillos, cobrizos... sajones, latinos, orientales... judíos, protestantes, católicos, musulmanes... Todos uno solo, hermanados en la identidad nacional y en lo que su bandera representa. Recordemos con vergüenza la manera en que nosotros apenas balbuceamos las estrofas de nuestro himno nacional, y ya tendremos otro elemento para entender qué tienen ellos que nosotros no tenemos.

Y hablando de identidad nacional... Otro tanto me tocó presenciar en un congreso internacional de educación que se realizó en Caracas, hace ya un lustro. El conferencista cubano dio una magnífica muestra de su amor por la patria. Dijo: "- Puede que no hayamos comido, puede que no hayamos satisfecho nuestras necesidades básicas, pero a la mañana siguiente, en el horario establecido, los docentes cubanos estamos como todos los días al frente de nuestra clase, junto a nuestros alumnos". Pavada de fervor patriótico, que en nada se parece a idénticas circunstancias con actitudes diametralmente opuestas que nos son más familiares...

Herederos de las conducciones paternalistas, del mundo feudal conducido por la cruz y la espada, del absolutismo monárquico que se recreó en la imágenes de los caudillos, o del estado omnímodo y benefactor, los argentinos siempre esperamos la presencia de ese padre que solucione todos nuestros problemas, a modo de mesías redentor.
Quizás ahora que hemos tocado fondo, entendamos por fin que nada se puede esperar de arriba, que los que están conduciendo el país son nuestros empleados y que deben rendirnos cuenta de sus actos, y que el cambio comienza no desde arriba sino desde abajo, no por decreto sino por decisión de la gente, no masivamente sino a partir de cada uno.

La única manera de construir un nuevo país, una segunda república, esa Argentina eternamente anhelada pero siempre postergada, es empezando desde cada uno. "Sé tú mismo el cambio que quieres ver en el mundo", decía Mahatma Gandhi. La única manera de hacer un nuevo país, de refundar la patria, es a partir del ejemplo cotidiano que cada uno puede y debe brindar, y además, haciendo estricto control de gestión de quienes a nuestro servicio, han de ejercer la función pública.