23.8.05

Destierro y Exilio Interior

Siglos atrás, no había castigo más humillante para una persona, que no permitirle permanecer en la tierra donde había nacido.
La Inquisición sabía que tanto los dolores provocados por los azotes u otros métodos de tortura física, no eran nada comparados con el dolor moral que provocaba el destierro.
La obligación del destierro podía ser por cortos plazos o para toda la vida, de acuerdo a la jerarquía social del acusado y la gravedad de su delito.
Lope de Vega fue desterrado de Madrid simplemente por haberle escrito un poema injurioso a una mujer que lo desdeñó.
Mucho antes, en el siglo XI, cegado por la envidia, el Rey Alfonso VI desterró de Castilla al Cid Campeador por seis largos y dolorosos años.
En el siglo XVI, la condena a destierro perpetuo era una de las penas más graves que se podía infligir a una persona, luego de la pena de muerte y la de servir en la armada obligatoriamente (pena de galeras).
Cuando la “Santa Inquisición” consideraba que si la pena de muerte no estaba indicada, implementaba con sus acusados otra forma de la muerte: el infamante castigo del destierro perpetuo.
Los principales recipiendarios de la pena del destierro eran las minorías, los moriscos, los pobres, y fundamentalmente, los extranjeros.
En las últimas cuatro décadas, el destierro ha sido moneda corriente en Argentina, pero no el de los extranjeros, como ocurría en la vieja Europa, sino el de los propios argentinos.
No está la Inquisición con sus brutales procedimientos, pero sí se han dado sucesiones de gobiernos (ineptos o dictatoriales o corruptos o populistas o de centroizquierda o neoliberales o lisa y llanamente mediocres), que han condenado a centenares de miles de argentinos al destierro transitorio o definitivo: destierro por razones ideológicas y para preservar la vida, destierro por falta de posibilidades de desarrollarse en su profesión, destierro autoelegido para encontrar la seguridad y el desarrollo sustentable que en su país no se encuentra, destierro al fin.
La diáspora de científicos, profesores calificados, intelectuales e investigadores argentinos hacia el extranjero se inició en los oprobiosos días de julio de 1966, cuando las huestes del General Onganía arremetieron contra las universidades nacionales, interviniéndolas con la prepotencia de las armas, y justificando a partir de entonces el surgimiento de la violencia de signo opuesto. El terrorismo de estado justificaría su existencia con la aparición del terrorismo subversivo. Y viceversa.

Esos profesionales de la educación, la ciencia y la técnica que hacían brillar la universidad argentina, iniciaron un destierro involuntario, y necesitados de continuar sus actividades profesionales, se convirtieron en muchísimos casos y a través de los años, en piezas claves para el desarrollo y progreso económico de los países que oficiaron de anfitriones.

Otro tanto pasó durante la dictadura iniciada con Videla en 1976: con ella continuó la desjerarquización de la universidad argentina. Nuestro país, ejemplo cultural y educativo en el mundo de habla hispana a principios de los sesenta, fue cayendo sin pausa de su prestigioso sitial hasta llegar a una degradación académica y cultural que se evidencia actualmente en el soez lenguaje de la calle, en buena parte de los programas de TV, en el analfabetismo funcional de los docentes, y en las serias deficiencias en la formación de alumnos primarios, secundarios e ingresantes a la universidad.

La incipiente democracia de los ochenta poco y nada hizo por revertir esta situación, envuelta en nubes de soberbia y carente de toda autocrítica. Quienes dijeron oponer a las prácticas populistas y prebendarias, el discurso de la ética, terminaron siendo igual o peor que sus adversarios políticos. La salida anticipada del recitador del preámbulo se acompañó de nuevos destierros que se incrementaron a fines de la década del noventa conforme aumentaba la inseguridad y se hacía imposible planificar un futuro sustentable. Las interminables colas en consulados y embajadas extranjeras preanunciaban cuál era lamentablemente la única salida de Argentina para miles y miles de compatriotas: El Aeropuerto de Ezeiza.

Y allí están, desperdigados en el mundo, en España y EEUU, en Italia y Canadá, en decenas de países de todo el orbe, apenas unidos con sus familiares a través del Messenger y la webcam, de largas llamadas telefónicas, o por blogs que rezuman nostalgia y bronca contenida por pertenecer a un país que expulsa de mil maneras a sus hijos, en vez de ser una tierra promisoria y de bienestar general, como la soñaron los hombres que empezaron a darle forma en los albores de la independencia nacional.
Algunos emprendieron el camino inverso de sus abuelos o bisabuelos, que habían dejado su comarca europea con incertidumbre y dolor, con angustias y miedos contenidos, para iniciar un destierro definitivo en la promisoria tierra americana.

Otros eligieron el gran país del norte, seducidos por un standard de vida imposible de lograr en los países al sur del primer mundo, y por una tranquilidad que a partir de un 11 de septiembre se vio definitivamente alterada.

Con una lógica tan cruda como sarcástica, un francés cuyo nombre no recuerdo dijo no hace mucho tiempo que “la prueba de que Argentina es el país más rico del mundo está en que décadas y décadas de gobiernos y empresarios corruptos aún no lo han podido destruir”.
¿Cuál sería la realidad de Argentina si no hubiera existido ni la noche de los bastones largos, ni los delirios megalomaníacos de quienes se autoproclamaron “salvadores de la patria” y “reserva moral de la Nación”, si Frondizi e Illia hubieran terminado su mandato, si la misma democracia hubiera dado cuenta del mediocre gobierno de Isabelita, si tantos científicos y técnicos argentinos que contribuyeron al desarrollo y prestigio de universidades extranjeras, de laboratorios, de centros de investigación, de la NASA y de tantas organizaciones del primer mundo, no hubieran tenido que irse de Argentina pudiendo aplicar sus conocimientos para el bien y progreso de nuestro país?

¿Qué hubiera pasado si tantos miles de corruptos de la esfera oficial y privada hubieran dejado de robar, pero no por dos años -como sugería Barrionuevo- sino para siempre, imposibilitados por el riguroso control de una ciudadanía participativa, culta, activa defensora de sus derechos, y árbitro implacable del accionar de sus empleados los políticos?

Por lo pronto, no hubiera existido esta vocación inevitable por el destierro, el exilio y el exilio interior, esta diáspora interminable, este desarraigo constante, esta permanente postergación del promisorio país de grandeza cuya concreción cada vez se diluye más en el tiempo, este desmembramiento de familias, este sufrimiento de los que se van y de los que se quedan, por esa carencia de afectos que nunca podrán prodigarse unos a otros, porque convengamos que nunca la virtualidad de la tecnología podrá tener la calidez de un tierno beso o una caricia.

Más allá de sus distintas motivaciones, producido a pesar de uno o por propia decisión, el destierro siempre tendrá el mismo significado en el corazón del que se fue, y en el corazón de quien espera al desterrado: la imposibilidad transitoria o definitiva de construir y compartir juntos una historia en común.

Tanto desterrados como quienes vivimos un exilio interior en nuestra propia patria porque nos sentimos extraños por vivir o sobrevivir en una tierra que no es la que debería ser, agradezcamos que nos pase lo que nos pasa a los políticos que supimos conseguir, a los empresarios sin conciencia social, al sentido cívico que no supimos construir, y a la falta de espíritu solidario y participativo que no supimos desarrollar, envueltos en el enfermizo individualismo del “sálvese quien pueda”, y desconociendo lo más elemental: que una Nación no se construye desde el “yo” sino desde el “nosotros”.